Los árboles no son distintos a los pájaros, el cazador es también el venado que huye, los ríos son corrientes donde agua, peces, ramas, hojas y piedras no pueden diferenciarse. En estos tiempos, donde la crisis ecológica y la revisión de lo que entendíamos por humano se han hecho inevitables, el arte tiene la misión de dejar aparecer una vez más aquellos antiguos vínculos que nos decían: la vida es una y múltiple.
El trabajo aquí expuesto es un tejido vital. Está hecho de ramificaciones infinitas a través de las cuales vibra el bosque en la madera, el pulso del artista en los signos impresos sobre los distintos materiales, las ondas y partículas de luz en los pigmentos, el fuego y las palabras en las ideas que diseñaron cada obra. En él todo está vibrando, en movimiento y abierto a la transformación.
Baroni, permitiéndose con el dibujo y la pintura exhibir lo incompleto, recuperó la línea cardiovascular del bosque olvidada hace mucho. Esa que está por igual en las corrientes de viento y agua, en los vasos conductores del xilema por donde circula la savia, en nuestras venas y en los agujeros de gusano en el espacio tiempo. El corazón del bosque no es una metáfora sino la vida en sí misma, imposible de asir en una forma definida. Lo sabe el artista quien se ha conectado a él en su proceso íntimo de sanación. Lo sabían Virgilio y Dante Alighieri, pues lo escucharon latir en todo lo que existe. También, el poeta Montejo cuando, después de escuchar el grito de un tordo negro, confesó: “Comprendí que en su voz hablaba un árbol,/ uno de tantos,/ pero no sé qué hacer con ese grito,/ no sé cómo anotarlo!”.